Un espacio para compartir poesía de mujeres, cercanas o lejanas en la geografía. Poetas como Gabriela Mistral y sus poemas de "Locas mujeres" sección del Libro Lagar.
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domingo, 19 de agosto de 2012
Sentimiento Religioso y alusiones bíblicas en la obra de Gabriela Mistral
De Mi experiencia con la Biblia... extracto que encontramos en el libro.
“Yo no sé por qué razón, a la altura de esos años de 1898, una vieja católica, de catolicismo provincial, podía ser una chilena con Biblia, y no sólo con Biblia leída, sino contexto sacro oral, aprendido de memoria en lonjas larguísimas. Pero a aquella curiosa mujer la llamaban los sacerdotes de la ciudad de La Serena “la teóloga” y tenía una pasión casi maniática de esa cosa grande que es la Teología, desdeñada hoy por la gente banal de nuestras pobres democracias. La frecuentación de la lectura religiosa, que era en ella cotidianidad, como el comer, había construido a esa vieja de setenta años, a la vez fuerte e inválida, de rostro tosco y delicado a un tiempo, chilena en los huesos y medio nórdica en la alta estatura, en color rojo y en ojos claros, la pasión de leer textos bíblicos, había dado a esa abuela profundidad en el vivir y un fervor de zarzas ardiendo en el arenal de una nueva raza.
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Mi madre me mandaba a ver a la vieja enferma, y doña Isabel me ponía a sus pies en un banquito o escabel cuyo uso era sólo éste: allí se sentaba la niñita de trenzas a oír los salmos de David.
La nieta comenzaba a recibir aquel chorro caliente de poesía, de entrañas despeñadas por el dolor de un reyezuelo de Israel, que se ha vuelto el dolor de un rey del género humano. Yo oía la tirada de Salmos que a veces eran de angustia aullada y otras de gran júbilo, en locas aleluya que no parecían saltar del mismo labio lleno de salmuera.
Mi abuela no tenía nada de escriba sentado ni de diaconesa pegada a su misa. La vieja iba y venía de la salita a la cocina, preparándose su dieta enferma. Y cuando volvía a sentarse, tampoco se quedaba en “mujer de manos rotas” como dice el refrán español. Ella vivía, de bordar casullas y ornamentos de iglesia. Sus manos de gigantonas se habían vuelto delicadas en las yemas de los dedos y en ademanes para el trabajo de veinte años, gracias al cual ella comía y con el que pagó la escuela de sus hijos mientras crecían; casi todas las casullas de las catorce Iglesias de La Serena salían de la aguja de doña Isabel, que subía y bajaba con el ir y venir del cubo en la noria o de los telares indios, servidumbre eterna, esclavitud sin más alivio que el dominical.
Oyendo los salmos, no recibía sino un momento su vista sobre mí. Al soltar yo un disparate en la repetición, su mano se paraba de golpe, el bordado caía de la falda y sus ojos de azul fuerte se encontraban con los míos. Corregido por el error, ella seguía bordando y yo, entre uno y otro versículo tocaba a hurtadillas la tela, que me gustaba sobar, por el tacto del hilo de oro duro en la seda blanda.
Yo entendía bastante los salmos Bíblicos, en relación con mis diez años, pero no creo que entendiese más de la mitad. Un pedagogo francés, sabia gente que da sus clásicos a los niños desde los siete años, diría que lo de entender a medias no es cosa trágica, que lo importante es coger en la niñez al cabo de la cuerda noble y echarse al umbral de un clásico mientras llega el tiempo de entrar a vivir en su casa hidalga.
Entendía yo, en todo caso, algunas cosas del culto, por ejemplo, que un hombre maravilloso, mi héroe David, gritaba a todo lo ancho del grito su amor de Dios como si estuviese paseando sobre el rostro mismo de lo divino. Yo entendía que ese hombre le entregaba a Jehová sus empresas de cada día, pero también sus mínimos cuidados de la
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hora. Yo sabía que el hombre David tomaba su licencia de El, lo mismo que yo la de mi abuela, así para pelear como para alegrarse a tocar los instrumentos músicos.
Yo comprendía con el mismo entender de hoy, que aquel a quién se hablaba rindiendo cuentas, a quién se pedía la fuerza para andar y para resolver, y para capitanear hombres, era tremendo y suave Dios padre, el Dios de la nube rasgada, por donde El veía vivir a su Israel. Yo entendía que la alabanza del Dios invisible que siendo “enorme y dedicado”, pesa sin pesar sobre cada cosa, era una obligación de loor ligada al hecho de ser hombre, de decir palabras en vez de dar vagido animal, y que cantarlo era el oficio de aquel David que se llamaba músico y que daba el señor el nombre de mayor.
Muchas cosas más entendía, pero las que cuento eran las mayores, y yo creo que ellas fundaban mi alma, me tejían, me calentaban los miembros primerizos de la víscera sobrenatural.
Después del recitado de mi abuela, bastante lento, derretido de fervor, porque nunca lo dijo mecánicamente, aunque se lo supiese como la tabla de multiplicar, venía la parte menos agradable para mí, la angostura de su exigencia de abuela pedagoga. Doña Isabel volvía a comenzar la hebra de versículos, que yo debía ahora repetir y echarme a cuestas de la memoria. Mi memoria siempre fue mala, y sobre todo, incapaz de fidelidad, y yo repetía, saltando a cada trecho palabras propias, de las que mi abuela medio se indignaba, medio se reía. Con su risa blanca en la cara roja, me gritaba que yo podía tocar cosas en cualquier texto menos en esos, en sus salmos, en su salterio.
¿Por qué ella, en vez de darle puras oraciones de Manual de Piedad, según la costumbre de las viejas devotas de Coquimbo, le daba a su niñita boba, de aire distraído, lo menos infantil del mundo, según piensan los tontos de la Pedagogía? ¿Por qué le echaba a ese pasto tan duro de majar y tan salido de tiempo y lugar, esa cadena de salmos penitenciales y de salmos penitenciales y de salmos cantos jubilares? Nunca yo me lo he podido comprender, y me lo dejo en misterio porque me echó al regazo de la infancia el misterio y no lo dejo en misterio tirado como tantos y hasta me he doblado los misterios que recogí entonces, por voluntad de guardar en mí la reverencia, el amor de índole reverencial, de los divinos.
Mi abuela pasó por mi vida parece que sólo para cumplir este menester de proveerme de Biblia, en país sin Biblia popular, de ponerme esta narigada de sal no
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marítima, sino de sal gema que fortifica y quema a la vez, a mitad de la lengua. Ella no fue la abuela que viste a la nieta de pequeña, pues no asistió a mi primera infancia. Ella no ayudó a mi madre en ningún cuidado material de su carne chiquita: no cuidó ni sarampión, ni difteria; ella no me vio ser maestra de escuela ni llegaron nunca mis pobres versos a sus ojos rendidos de aguja y Biblia; ella no conoció mi cara adulta viviría casi noventa años.
Las únicas estampas que yo le guardo, son estas de su cara bajada a mí y mi cuello subido a ella, en su porfía para hacer correr de mi seso a mis tuétanos, los salmos de su pasión.
Y, sin embargo, a pesar de las pocas briznas de tiempo que ella me dio y del mal destino que nos había de separar, ella, sería la criatura más penetrante que cruzó por mi vida chilena. Pasó de veras como un dardo de fuego, por la niñez mía como el pájaro ardiendo del cuento balkárico, extraña e inolvidable, diferente de cuanta mujer yo conocí, criatura vulgar por la modestia y a la vez secreta como tantos místicos. Su vida interna era oculta y sólo por un momento, a causa de tal o cual signo que ella no alcanzaba a hurtar, se sabía de golpe que esa mujer del servir y el sonreír constantes, del coser y el bordar con ojos heridos, tenía mucha ciencia del alma y que la industria inefable que es la de pecho adentro, había conseguido logros de culto en esa alma.
El Dios padre que ella me enseñó, la tenga en su cielo fuerte que se ralea de vejez. El le haya dado la dicha que aquí no probó ni en una década de miel cananea.
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Muy interesante!!!
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