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jueves, 22 de diciembre de 2011

Recado de Navidad de Gabriela Mistral

Para todos mis amigos desparramados por el mundo.. este fragmento de Gabriela Mistral, tan vigente hoy como en la noche de Navidad de 1948.


Según todas las aleluyas y las coplas populares, el Niño trajo en su boca un mensaje partido en dos: el del amor y el de la Paz , que son uno solo. El mensaje se confunde en el cuerpo del nacido, parece que el corría de su frente a su pies, caía de su mirar y saltaba de su ademán, quedaba escrito en las huellas que dejaba atrás y en su carne de la hora tercia él todavía rodaba por sus llagas. Pero aún voceado así, a cada Navidad aquello de “Mi paz os dejo, mi paz os doy” nos halla como el rebaño enloquecido y respondiéndole con el mote árabe de la “Guerra Santa” o con el de ¡Venganza cristianos!

El Nacimiento de Nuestro señor ocurre en una ciudad pequeña, pero no en una casa –que todos se la negaron-, sino en establo arrabalero. Así Cristo echa el primer respiro cerca de majadas y entre los animales. El escándalo que dan las viejas estampas es éste de un hato de bestias despertadas, el vaho de los belfos, y una pasar y repasar de ángeles en ancho relampagueo, y el coro de estos baja vertical como una presa soltada desde las alturas.
Aquella parturienta madre recibe las congratulaciones con la dignidad de la mejor reina judía, y el Niño suelta el llanto con más asombro que cualquier otro, de estar sobre el suelo, de haber rodado y caído de veras y de sentir esta costra dura y fea que mentamos tierra.
Este suceso disparato a lo divino no lo entienden mucho las ciudades; los rurales sí, y los vagabundos, en cuanto a gente habituada al milagro que brota del planeta o baja de los cielos, a lo más natural y a lo más sorprendente.
Yo creo, sin ningún sonrojo de vergüenza tonta, en que esta noche cruzan ángeles por encima de la bola empedernida que habitamos, y creo que en el aire y aguas hay alguna turbación que sienten niños y animales- nosotros ya no, por sordos y encallesidos y a lo menos desatentos.
Y sin embargo, este Cuerpecillo echado en establo, sin más pañal que la interperie, llegado y no recibido, con los animales en cuanto a hospedadores, nada tiene de sucedido fabuloso para los ojos nuestros.
En donde acaban las calles enfiestadas, y se calla y el tamborileo, y se corta la danza, existe un tendedero de desnuditos semejantes, puestos en cunas que no lo son, y rebosándose contra el pellejo del perro que los abriga, hambreados desde el vientre materno, mostrando su estropeo en el hueso y la carne y mirando con ojos opacos a su María y a su José que vienen por la pocilga oscura.
Eso de encarnar un Dios en tallo de sangre y aceptar con el vagido y el batir de la mano el aire y la Tierra y la infancia a medio pan y medio techo, este misterio que habla con palabra directa vale en cuanto a alegato eterno y quemante encargo sobre la infancia menesteroso y padecida.
Sin palabras, con su pura cinta de imágenes, el Pesebre de Belén nos encomienda a todos y a cada uno de los niños que duermen bajo ramas de palmeras o planchas abolladas de zinc, y también al raso, como las cabras y alimañas del monte. No es mera estampa de yeso ni tarjeta de Noel lo del niño que duerme a la escarcha y a la ventisca.
A lo largo del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, yo me he visto entre dormir de ese modo al chiquitito indio, al mulato, al negro y al mestizo. Y pese a la geografía, aquellos pesebres criollos se me juntaron todos en torno de la cuna judía y de aquella madre de los albergues negados.
Pongámonos a cancelar la vieja deuda no pagada y crecida que ya nos abrasa la conciencia. Ella cuenta ya 1948 años, y nosotros, a causa del débito que Cristo cobra en vano, nos pareceremos a la mala fruta empedernida al sol y sin querer fundirse.
Allegarnos al Dios Niño sería buscar los pesebres nuestros de Codillera y selva adentro, por los caminos rurales y las playas no sospechadas, por todas partes de donde se escape un llanto chiquitito que es el mismo de aquella Medianoche y se oiga además el rezo de la María indígena, o muleta. Ella reza ahora mismo una oración heroica a lo divino, que está partida en el gajo de la Aleluya y el gajo de la pesadumbre, en el gozo de su alumbramiento y la humillación del ámbito desnudo.
Y el lugar donde ocurre lo que digo no es el arenal asiático ni el africano, que es la América nuestra de la abundancia botánica, del bosque maderero, del río amazónico y del sol más creador que conozcan los ojos humanos.

24 de diciembre de 1948