Para todos mis amigos desparramados por el mundo.. este fragmento de Gabriela Mistral, tan vigente hoy como en la noche de Navidad de 1948.
Según todas las aleluyas y las coplas populares, el Niño trajo en su boca un mensaje partido en dos: el del amor y el de la Paz , que son uno solo. El mensaje se confunde en el cuerpo del nacido, parece que el corría de su frente a su pies, caía de su mirar y saltaba de su ademán, quedaba escrito en las huellas que dejaba atrás y en su carne de la hora tercia él todavía rodaba por sus llagas. Pero aún voceado así, a cada Navidad aquello de “Mi paz os dejo, mi paz os doy” nos halla como el rebaño enloquecido y respondiéndole con el mote árabe de la “Guerra Santa” o con el de ¡Venganza cristianos!
El Nacimiento de Nuestro señor ocurre en una ciudad pequeña, pero no en una casa –que todos se la negaron-, sino en establo arrabalero. Así Cristo echa el primer respiro cerca de majadas y entre los animales. El escándalo que dan las viejas estampas es éste de un hato de bestias despertadas, el vaho de los belfos, y una pasar y repasar de ángeles en ancho relampagueo, y el coro de estos baja vertical como una presa soltada desde las alturas.
Aquella parturienta madre recibe las congratulaciones con la dignidad de la mejor reina judía, y el Niño suelta el llanto con más asombro que cualquier otro, de estar sobre el suelo, de haber rodado y caído de veras y de sentir esta costra dura y fea que mentamos tierra.
Este suceso disparato a lo divino no lo entienden mucho las ciudades; los rurales sí, y los vagabundos, en cuanto a gente habituada al milagro que brota del planeta o baja de los cielos, a lo más natural y a lo más sorprendente.
Yo creo, sin ningún sonrojo de vergüenza tonta, en que esta noche cruzan ángeles por encima de la bola empedernida que habitamos, y creo que en el aire y aguas hay alguna turbación que sienten niños y animales- nosotros ya no, por sordos y encallesidos y a lo menos desatentos.
Y sin embargo, este Cuerpecillo echado en establo, sin más pañal que la interperie, llegado y no recibido, con los animales en cuanto a hospedadores, nada tiene de sucedido fabuloso para los ojos nuestros.
En donde acaban las calles enfiestadas, y se calla y el tamborileo, y se corta la danza, existe un tendedero de desnuditos semejantes, puestos en cunas que no lo son, y rebosándose contra el pellejo del perro que los abriga, hambreados desde el vientre materno, mostrando su estropeo en el hueso y la carne y mirando con ojos opacos a su María y a su José que vienen por la pocilga oscura.
Eso de encarnar un Dios en tallo de sangre y aceptar con el vagido y el batir de la mano el aire y la Tierra y la infancia a medio pan y medio techo, este misterio que habla con palabra directa vale en cuanto a alegato eterno y quemante encargo sobre la infancia menesteroso y padecida.
Sin palabras, con su pura cinta de imágenes, el Pesebre de Belén nos encomienda a todos y a cada uno de los niños que duermen bajo ramas de palmeras o planchas abolladas de zinc, y también al raso, como las cabras y alimañas del monte. No es mera estampa de yeso ni tarjeta de Noel lo del niño que duerme a la escarcha y a la ventisca.
A lo largo del Pacífico, del Atlántico y del Caribe, yo me he visto entre dormir de ese modo al chiquitito indio, al mulato, al negro y al mestizo. Y pese a la geografía, aquellos pesebres criollos se me juntaron todos en torno de la cuna judía y de aquella madre de los albergues negados.
Pongámonos a cancelar la vieja deuda no pagada y crecida que ya nos abrasa la conciencia. Ella cuenta ya 1948 años, y nosotros, a causa del débito que Cristo cobra en vano, nos pareceremos a la mala fruta empedernida al sol y sin querer fundirse.
Allegarnos al Dios Niño sería buscar los pesebres nuestros de Codillera y selva adentro, por los caminos rurales y las playas no sospechadas, por todas partes de donde se escape un llanto chiquitito que es el mismo de aquella Medianoche y se oiga además el rezo de la María indígena, o muleta. Ella reza ahora mismo una oración heroica a lo divino, que está partida en el gajo de la Aleluya y el gajo de la pesadumbre, en el gozo de su alumbramiento y la humillación del ámbito desnudo.
Y el lugar donde ocurre lo que digo no es el arenal asiático ni el africano, que es la América nuestra de la abundancia botánica, del bosque maderero, del río amazónico y del sol más creador que conozcan los ojos humanos.
24 de diciembre de 1948
maravilloso. Para meditar.
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